LA VOLUNTAD
Azorín entra en la calle de los Estudios. Pasa por la misma
una mujer con dos niños. Y Azorín piensa:
«No sé qué estúpida vanidad, qué monstruoso deseo de
inmortalidad, no lleva a continuar nuestra personalidad más allá de nosotros.
Yo tengo por la obra más criminal esta de empeñarnos en que prosiga
indefinidamente una humanidad que siempre ha de sentirse estremecida por el
dolor: por el dolor del deseo incumplido, por el dolor, más angustioso todavía,
del deseo satisfecho… Podrán llegar los hombres al más alto grado de bienestar,
ser todos buenos, ser todos inteligentes…, pero no serán felices; porque el
tiempo, que se lleva la juventud y la belleza, trae a nosotros la añoranza
melancólica por las pasadas agradables sensaciones. Y el recuerdo será siempre
fuente de tristeza. Yo de mí sé decir que nada hay que tanto me contriste como
volver a ver un lugar –una casa, un paisaje- que frecuenté en mi adolescencia;
ni nada que ponga tanta amargura en mi espíritu como observar cómo ha ido
envejeciendo…, cómo ha perdido el brillo de los ojos, y la flexibilidad de sus
miembros, y la gallardía de sus movimientos… la mujer que yo amé secreta y
fugazmente siendo muchacho. ¡Todo pasa brutalmente, inexorablemente! Y yo veo
junto a esta mujer deforme, lenta, inexpresiva…, un gesto, una mirada, un
movimiento de la muchacha de antaño…, su modo peculiar de sonreír entornando
los ojos titileantes, su manera de decir no, su expresión deliciosamente grave
al hacer una confidencia… ¡Y todo este resurgimiento instintivo me llena de una
tristeza casi anhelante! Y pienso en una inmensa Danza de la Muerte, frenética,
ciega, que juega con nosotros y nos lleva a la nada… Los hombres mueren, las
cosas mueren. Y las cosas me recuerdan los hombres, las sensaciones múltiples
de esos hombres, los deseos, los caprichos, las angustias, las voluptuosidades
de todo un mundo que ya no es.»
Azorín
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